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Cuento | Los oros consumidos

Por Emilio Martínez

Está bien, pero el tiempo en los desiertos
Otra substancia halló, suave y pesada,
Que parece haber sido imaginada
Para medir el tiempo de los muertos. 
“El reloj de arena”, Jorge Luis Borges.

Al más grande de mis héroes: mi padre.

 

En el candente verano de 1896, relumbró ilustre en la primera publicación de las Cartas Geográficas el extraviado nombre de John Benbow. El hecho comprometió a Jean Rose a justificar la relación de aquel con la aproximación del que refiere apócrifo Charles Rabelais, en 1750. Aunque se tomó como un elemento transitorio para entender el descubrimiento en África, ese lance fue tomado por la secta del Secreto como una injuria. Sabemos que su final fue desgraciado; sin embargo, el hecho pasó nimio ante la historia. Quizá el cómputo ya desgastado y corrompido ayude a comprender aquel enigma. 

I

Fatigados por la sed y el hambre, hicieron alto a orillas del desierto. Para el geógrafo ese extremo no era digno del asombro. Por semanas ahondaron esas tierras, ávidos de conocer lo que Rabelais escribió secretamente para ellos. La temeridad los probó en aquel confín dictado por los mapas y las notas. 

La noche marcó su desafío. Aunque sintieron la resaca del viento negro, la arena los golpeó violentamente. Con miedo, quizá con respeto, caminaron para evitar el mal augurio. Aunque Rose dictaba el curso de esas horas, hubo desconfianza en John Benbow al probar aquella zona. La vigilia fue unánime en el campamento.

A una hora vaga fue una mano la que señaló con ironía la intensidad en el acero. Benbow fue el primero en divisar los últimos peldaños del anfiteatro, la cúspide metálica y la techumbre de mármol que marcaba frágil su descubrimiento. El desierto conservó celoso la ciudad. Como Rabelais explicaba al reverso de sus mapas, aquel punto de abastecimiento mantenía orgullosa el águila imperial. Los siglos habían desviado los ríos hasta extraviarlos. Sus trabajos fueron prolongados; durante días todo el equipo removió arena para documentar en listas y daguerrotipia los hallazgos. 

Primero aparecieron el arco dedicado a Trajano, el anfiteatro circular, la basílica erigida a Júpiter y la arena donde el mármol dictaba las glorias de Severo, todo conservado a detalle. Después, con la ayuda de hombres vertiginosos, surgieron las termas y los asentamientos de la villa donde los cartagineses fueron esclavos. Los templos principales aún tenían los bustos eternos de Publio Cornelio, Marco Séptimo y Emiliano. 

Entre los muchos legajos que acompañaban las acotaciones estaban los diarios de relación, traducidos del latín al francés por Rabelais. En ellos se dictaba la historia de los tribunos fundadores de la antigua Timgad: la patria que expugnaban del desierto. Para la academia de historia de Francia y el grupo de “los inmortales”, aquellas versiones resultaban apócrifas. A los tres meses encontraron que la validez de aquel relato se encontraba en la maestría del poeta sobre los muros del senado.

II

Por meses las naves reagruparon sus legiones en el Fezzán. Era fama que Marco Séptimo Severo, ávido de reportar el triunfo, engrosó con ansias sus filas; Publio Cornelio apeló a la lógica, pero la codicia pudo más. Por orden de Trajano, ambos tribunos guiaron a los hombres hasta Cartago. Semanas después, la séptima legión permeaba valerosa; aunque el coraje gobernó la crueldad de aquellos hombres, sus aceros no vencieron. Maceas, derrotado y ávido de la venganza, intentó la tregua guiada por el oro y los placeres de sus prostitutas, pero el dictamen de Cornelio fue aplastante. Cartago fue esclava de Trajano y destruida por Severo. Al intuir imposible su regreso, fue Cornelio quien obstinó la mirada en las tierras estranguladas por los ríos sureños.  

Durante años, los esclavos transportaron los sedimentos de las ruinas para fortificar la villa donde dormirían. Algunos centuriones, conocedores de la manufactura de edificios, fueron empleados para obligar la rapidez en los progresos. 

Una noche, después de la jornada y en lo más profundo del sueño, los vigías sonaron las alarmas. Hombres vertiginosos y de tonalidades distintas relumbraron ante el bronce. Aunque superaban en número a las fuerzas, los tribunos honraron con orgullo a Marte. Dos días tardaron para completar el triunfo; la aldea de Úrba fue quemada y sus habitantes hechos prisioneros.

En silencio, los nativos maquinaron la sublevación, pero los de Cartago pronto desistieron. A través de un centurión, Marco envió su primer mensaje en años para Roma. La relación era breve; acaso reportaba la gloria para el César y la existencia de la ciudad que el tiempo llamaría Timgad.

La sangre itálica se alió con la nativa. Al hacer lo propio, los esclavos fueron comerciados en canteras a cambio del mármol para la basílica. Con los años, otro hecho fue notorio en la arena. El César envió oro y hombres para homenajear a Júpiter y Marte; sin embargo, también las legiones eternizaron a los suyos.

En diez años Timgad prosperó y en pocos más algún procónsul seducido por la idea manifestó su interés genuino por regirla. Publio no pudo en nada ocultar su indignación. En discusiones prolongadas intentó en vano corromper el juicio de Severo para emanciparse del Imperio. Indignado, organizó a sus hombres que en secreto gestaban el motín. Los siguientes días sucedieron férreos. Los interrogatorios de Severo ajustaban su carácter; Tulio, un centurión de la villa norte, inquirió por la tortura y el candor del hierro los planes de Cornelio. Sabía que enfrentarlo sería la perdición de Timgad; igual resultado saldría de abandonar la ciudad con su familia y sus legiones. La presión orilló a que se probaran con la gladia aquellos hombres. En las arterias de la arena, Severo miró fijo al hombre que germinaba secreto en Emiliano. Su mujer apresuró la marcha silenciosa al borde de la arena (esta parte se ha perdido con los años, nadie sabrá del candor con que los hombres dominaron la furia en sus espadas).

Severo recibió al procónsul y con su venia erigió un templo vedado a los ojos mortales. Su vida fue prolongada; vivió para hacer un hombre de Emiliano y castigar la infamia de otro al profanar el templo. 

III

El aire mercurial se consumía entre la fogata y el ocaso. En silencio el arqueólogo John Benbow interrogaba pensativo las hojas traficadas. La cifra inquietante y los caracteres latinos acariciaban levemente su nombre; pensó en aquella broma de Rose y la toleró como todo en aquel viaje. Ya no pensaba en el tiempo que rodó monótono sobre el oro desgastado, su preocupación iba cambiando. 

La morfología incompleta de aquel monstruo amenazaba su trabajo. Decidido, emprendió con mayor vigor la búsqueda de templos, de las joyas que se presumieron en los monumentos y de los cadáveres nobles que en alguna necrópolis aspiraban al descanso para extraer de estos los arcanos de una ciudad cuya grandeza lo iba consumiendo día tras día. Pronto vendrían anónimas la desilusión y la desgracia. En lugar del espléndido templo que esgrimieron el carbón y los papeles, encontraron una plaza circular cuyas atracciones fueron una columna ya vencida y el reloj solar. 

A los dos años, al agotar la mayoría de sus recursos, intuyeron la alegría que experimentó Severo al intentar en el correo rudimentario su primer mensaje de socorro a Francia. 

Cuando llegó la carta era fama en Europa la proeza; sin embargo, nadie, por más entusiasmo que mostrara al calor de la noticia, quiso arriesgarse a consentir el apoyo hasta no ver una prueba contundente. El geógrafo Dujardins no vaciló en enviar daguerrotipos. Jean pensó que algunas imágenes y las muestras consumidas de poetas anónimos bastarían para comprar el crédito de los inmortales.              

Una batalla más rígida se libraba en el inglés. Benbow era ajeno a la gloria que se aproximaba. Su cometido no era figurar entre los libros o aproximarse a las academias; el valor de su búsqueda estaba en la eternidad encomendada a la piedra, en los utensilios y las gladias, en entender los instrumentos que formaron lentamente aquella patria. 

No tardó la realidad en ubicarlos. Sin saberlo, la epidemia acarreada por los nativos los alcanzó. La fiebre los fue ardiendo hasta el delirio. Con mucho esfuerzo aislaron al resto de la expedición en lo que esperaban respuesta del norte. Pero los trabajos fueron vanos. Una noche, el arqueólogo encontró el rastro de la hemorragia que decidió el destino del historiador Marlik. Aunque extremaron precauciones, otros dos probaron ese sueño. Benbow y Rose decidieron precipitar la retirada, quemar los restos y encontrar amparo en Argelia, pero sus posibilidades rápidas menguaron.

Al despertar el resto de la compañía había partido con los mapas. Para Rose eso decidió la perdición. Benbow comenzaba a perder el juicio, quizá por la fiebre que en las noches alimentaba sus delirios o la desesperanza por encontrar el templo marcial, que en lapsos repetía los olvidados versos del senado.

Cuando se acabó la comida, Jean intentó con lo último en las fuerzas de John replegar su latitud. En horas no encontraron algo diferente al camino que les ofreció rendirse. Por fin, al anochecer, Rose pudo encender fuego y calmar un poco la enfermedad que consumía a su amigo. Por la mañana, al intentar la frustrada cacería, solo quedaba el lugar tibio donde el inglés había nutrido al sueño. 

El rastro lo llevó hasta los cimientos donde una mano de mármol denunciaba la ausencia de la espada. Indignado, Rose registró por horas los caminos y aquellas piezas hasta concluir en la alarmante evidencia, en el poder de esa leyenda que conjetura la maestría de los sonidos y su materia determinante, que dio poder a la criatura hecha de verbos, a la fabricación de las ciudades para entregarlas al tiempo de los hombres. Quizá por ello fue borrado el duelo entre tribunos y la existencia del arqueólogo en esa época; pero ya era tarde para comprenderlo.

En Argelia pudo abastecer su viaje al Mediterráneo y desde ahí contactar algún apoyo y regresar a Francia. Los expedicionarios fueron infectos en el desierto y perecieron dolorosamente. Algo que Rose no comprendió fue la aparición de las ruinas de aquella alba, cuya visión sus ojos y el desierto no volvieron a reportarle. 

Rabelais y Rose intuyeron que Benbow llegó a la Timgad de aquel tiempo, pero su examen no fue tan minucioso por lo increíble de la historia. Sin embargo, el segundo intentó explicarlo bajo conocimientos reservados a los maestros de otras místicas.

Para mí tengo que el arqueólogo, gracias a la variación de la vocal en las palabras pudo concretar su obra, pudo conjeturar el templo de Marte, mirar el poema reservado para el dios y la espada con la que Severo guió la victoria hasta la génesis de Timgad. Al despertar y abrir las puertas, encontró una ciudad bulliciosa que indignada lo acusaba. Con alguna facilidad pudo entenderse, pero no le valió de mucho ante el tribuno. La imprecisión en las palabras lo llevó a la arena donde el acero reflejó sus últimos fulgores. Por orden de Emiliano, un tracio fue encargado de probarse con el forastero. A lo lejos, entre las venas de la arena vio la columna vencida y en el trozo de marfil circular que le dieron en la celda, aquel reloj minúsculo que le negaba con amargura la hora de su muerte.

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