[Como resultado del concurso “El cuento en cuarentena”, organizado por Palabrerías, con apoyo de las revistas Teresa Magazine, Tintero Blanco y Zompantle, este cuento será incluido en la antología El cuento en cuarentena, la cual podrás hallar próximamente de manera gratuita en la página de Palabrerías]
Por José Daniel Ortega Sanvicente
El viaje había estado tranquilo, la carreta se mecía suavemente debido a la irregularidad del camino de tierra que recorríamos. Piedras de diferentes tamaños y texturas, esqueletos de animales muertos, raíces de los inmensos árboles del bosque que comenzaban a adueñarse del camino apenas visible. Era difícil ver sin la lámpara de aceite, debido a la poca luz que lograba entrar entre el espesor de aquel majestuoso bosque.
—El pueblo ya está cerca, amor, tan pronto pasemos los árboles de mariposas, llegaremos.
Mi hija asintió entusiasta, tenía los ojos llenos de expectativa, una expectativa acumulada por años de historias sobre aquel hermoso paisaje.
—¡Papá!, ¡papá!, ¡mira!
Seguí con la mirada su dedo, frente a mí se encontraba una pequeña mariposa que emitía una luz tenue, azulina. Sus alas mostraban tres tonalidades diferentes de aquel hermoso azul, los cuales se alternaban suavemente conforme la luz de la luna se reflejaba en ellas. Al volar la pequeña criatura parecía estarse deshaciendo, dejando una estela de polvo del mismo color que sus alas.
—¡Papá!, ¡papá!, ¡síguela!, ¡no la pierdas de vista!
Cuando la vi saltar sobre la carretilla, tan emocionada, no pude evitar esbozar una ligera sonrisa.
—Si eso te parece bonito, no puedes ni imaginarte lo que te espera.
Seguimos a la mariposa unos minutos más: se metió por un camino más estrecho y descuidado. La pequeña criatura frente a nosotros, con su polvo azulado, trazaba una pequeña línea que nos guiaba a los árboles de mariposas. Mi hija, fascinada, no dejaba de intentar recolectar el polvo antes de que tocara el piso, saltando y estirándose fuera de la carreta. Al principio la regañé; pero, al ver que no podía contener su emoción, terminé rogándole que dejara de hacer eso. Finalmente, cuando vi el límite del bosque, una sonrisa se dibujó en mi rostro.
—¿Lista para lo más hermoso que verás en tu vida?
—¡Sí!
Mi sonrisa se perdió en el instante en que salimos del bosque, volteé a ver a mi hija y mi corazón se rompió, toda la emoción y la felicidad que mostraba hasta hace un momento ya no existía. Lentamente volteó a verme, tenía la mirada perdida, la boca ligeramente abierta y la voz quebrada.
—Papá, ¿y las mariposas?
Frente a nosotros se ceñía un paisaje estéril repleto de troncos secos, grisáceos y delgados. La tierra alrededor se veía muerta e infértil. A lo lejos, entre las ramas muertas de los árboles, se podía divisar el pueblo; sin embargo, no había ni un alma ni una luz. Respiré profundamente y, lo más calmado que pude, respondí:
—No sé, cariño, hasta hace seis años estos árboles estaban repletos de miles de millones de mariposas, todas desprendiendo esa extraña y majestuosa estela —miré a la fascinante criatura que nos había guiado, se dirigía hacia un hermoso espécimen de flor Muscari azul—. Mil como esa, revoloteando por todo el lugar, posándose sobre las ramas secas y llenando de vida esta extensión muerta del bosque.
Un sonido metálico llamó nuestra atención, volteamos a ver a la mariposa y la encontramos posada sobre la Muscari, encerrada dentro de una hermosa cúpula de rejas doradas, las rejillas tenían formas de flores con delgadas ramificaciones que unían una reja con otra, en las cuales se posaban diversas mariposas del mismo material.
Mi hija se sobresaltó y, al ver a la mariposa en ese estado, intentó bajarse de la carreta. La detuve y bajé yo en su lugar; pero, tan pronto puse un pie en aquel moribundo páramo, un hombre vestido con una gabardina negra y máscara de la peste blanca salió de entre los troncos de los árboles.
—Vuela libre, bella y mortal, mi tesoro, alcanza la cima e ilumina todo a tu paso, llena este mundo de sonrisas, mantente, hermosa e inalcanzable. Aquel que sea tan idiota para mantenerte cautiva sufrirá la ira del señor por negarle el don dado a la criatura más perfecta que ha existido —declamó el hombre en voz alta mientras se acercaba a la cúpula. Su ropa se veía desgastada y llena de parches, las botas sucias, llenas de lodo. Cuando estuvo frente a la cúpula, la tomó suavemente con su mano izquierda y comenzó a caminar rumbo al pueblo.
—¡Espere! ¡Oiga, usted! ¡Deténgase! —grité tan fuerte como pude, pero aquel hombre no me presto atención; miré de reojo a mi hija: estaba al borde de las lágrimas.
—Espérame en la carretilla.
Comencé a correr tras él, no iba a perdonarle por arrebatarle su ilusión a mi pequeña niña.
—¡Oiga, usted!, ¿esto es culpa suya?, ¿usted se llevó a todas las mariposas que vivían en esta parte del bosque?, ¿tiene idea del daño que ha causado al pueblo y a su gente?
Cuando estaba a menos de un metro de él y me disponía a tomarlo del hombro, aquel hombre se giró bruscamente y, con el arma que sacó de su bolsillo izquierdo, me apuntó en medio de las cejas.
—¡Noooooooooooooooooooooooooo! —mi hija gritó desde la carreta, solo pude ver de reojo cómo se bajaba y comenzaba a correr. Yo, por mi parte, me quedé congelado en el acto, no podía pensar, quería gritarle a mi hija que se quedara en la carreta; sin embargo, las palabras se quedaron atoradas en mi garganta.
—¿Tiene usted idea de cuánto daño ha hecho esta plaga a su preciado pueblo?, ¡¿la tiene?!
En ese momento me regañaba a mí mismo por ser incapaz de decir o hacer algo, noté cómo el hombre apretaba más el arma, cómo lentamente posaba su índice sobre el gatillo.
—¡No dispare, por favor!
Mi pequeña me sujetó fuertemente del brazo, tenía los ojos llenos de lágrimas y la voz quebrada.
—¡Por favor, no dispare, se lo suplico!
El hombre se quedó mirando a mi hija fijamente, en ese instante reaccioné y la abracé fuertemente contra mi cuerpo.
—Por favor, perdónenos.
Me volvió a mirar y dispuso el arma, guardándola en el bolsillo derecho de su gabardina, se agachó mirando a mi hija y, de un bolsillo en su pecho, sacó una hermosa margarita, se la dio. Ella no supo qué hacer y yo instintivamente la abracé más fuerte, el hombre soltó una ligera carcajada y dejó caer la flor al piso.
El hombre se reincorporó y mantuvo su mirada en mí.
—Lárgate de aquí, ve y disfruta la vida con tu pequeña, algunos no tienen esa suerte —se dio la vuelta y continuó con su camino.
Abracé a mi hija fuertemente, sin decir nada, en ese momento sentía que las palabras sobraban: con ese abrazo me disculpaba desde el fondo de mi corazón. Me quedé viendo a aquel hombre alejarse, algo en él me llamaba la atención, se veía, más que peligroso, melancólico, como si se encontrara en un vacío constante. Aquellos pensamientos inundaron mi mente y, no sé si en un acto de valentía o estupidez, le hablé nuevamente a aquel hombre.
—Nosotros igual nos dirigimos al pueblo.
El sujeto se detuvo otra vez. Volteó a vernos ligeramente y, con un tono que denotaba pesar y cansancio, exclamó:
—No hay nada para ustedes ni para nadie en aquellas ruinas, es mejor que regresen por donde vinieron.
—¿De qué habla?
Una vez más, no respondió y siguió su camino.
Dispuesto a entender a qué se refería y qué le sucedía, me armé de un valor suicida, tomé con fuerza la mano de mi hija y, con una renovada resolución, comenzamos a caminar a una distancia prudente de aquel hombre. Por supuesto, mantuve a mi hija detrás de mí en todo momento.
—¿El pueblo ya no existe?
—Desde hace dos años aproximadamente.
—¿Pero qué pasó?
El hombre no dijo nada, caminamos en silencio hasta el pueblo; lo que encontramos no era nada similar a lo que recordaba: todas las casas se encontraban vacías y en ruinas, el camino lleno de grietas, las paredes parecían derrumbarse ante el más mínimo soplo de aire, el único lugar que aún tenía la puerta abierta era la cantina, aunque estaba vacía. El pozo del pueblo se encontraba en un estado deplorable, las hierbas crecían a su alrededor y su agua se encontraba sucia y llena de tierra. Al ver el lugar en ese estado, una sensación de tristeza se apoderó de mí, nada de lo que conocí antaño existía ahora. Miré al hombre, el cual caminaba decidido por aquel pueblo fantasma, e impulsado por mi creciente curiosidad decidí seguirlo.
—Hace dos años murió una niña, la hija del jefe de pueblo.
—¿La pequeña Anna?
—Así que la conoció.
—Sí, todo el pueblo la conocía, era tan energética y llena de vida. Si me permite preguntar, ¿qué fue lo que pasó?
—Murió envenenada.
Apreté más fuerte la mano de mi pequeña.
—¿Quién sería capaz de hacerle eso a alguien como ella?
El hombre soltó una carcajada seca.
—No fue ningún hombre ni mujer del pueblo, fueron aquellas criaturas que tanto adoras.
Levantó la mariposa para que pudiéramos verla.
—¿A qué se refiere?
Finalmente, salimos del pueblo y comenzamos a adentrarnos en el cementerio.
—El polvo de estas pequeñas y hermosas criaturas es venenoso; sin embargo, es un veneno lento, te va matando de a poco, en la pequeña Anna tomó dos años en hacer efecto y eso debido a que se la pasaba jugando en los árboles de mariposas. Respiró más polvo en esos dos años que su padre en sus treinta y tres años de vida, así que el efecto tardó menos. Al saber esto, todos los demás en el pueblo se fueron, ya que eventualmente tendrían el mismo destino.
Tenía el estómago hecho un nudo, mi hija tenía una mirada sombría. Intenté reconfortarla, pero fue en vano, ella había sido absorbida por la melancolía de aquel hombre, quien caminaba como si nada en medio de lápidas iluminadas por la luz de la luna, en medio de flores marchitas y pasto seco.
Respiré profundamente y, con todo el pesar de mi corazón, planteé una pregunta de la cual ya conocía la respuesta:
—¿Y usted por qué se quedó?
El hombre se detuvo, no por mi pregunta, sino porque había llegado a su destino, delante estaba un inmenso mausoleo completamente de barro blanco, impecable, perfectamente pulido, similar a la textura de aquellos templos tan intachables de las iglesias de la ciudad. El único elemento que desentonaba de ese blanco puro era una puerta de madera café oscuro, ricamente barnizada, la cual se asimilaba a las puertas de la casa de un burgués.
—Por ella, no podía irme sin mi tesoro —abrió la puerta y nos regaló una vista que atesoraríamos de por vida: en aquel mausoleo se encontraban todas y cada una de las mariposas del bosque, todas encerradas en cúpulas similares a la que tenía cargando. El piso estaba lleno de polvo de diferentes colores y el hermoso brillo que contenía todos los colores del espectro iluminaba las pertenencias de la difunta y un hermoso féretro que se encontraba en medio de la sala.
—¿Cuánto tiempo le tomó?
El hombre se quitó la máscara, no pude evitar retroceder ante su aspecto: tenía la piel gris y demacrada por falta de sol y alimento. El poco cabello que le quedaba estaba blanco y grasoso. Entró en el mausoleo, nos miró con esos ojos cafés, cansados, sin vida y nos dedicó una sonrisa con su escasa y sucia dentadura.
—Dos años, me tomó dos años reunir a todas y cada una, pero tú entenderás, de un padre a otro… ella amaba las mariposas.
Dejó la jaula con la mariposa que había atrapado hoy frente a mi hija y le guiñó el ojo; ella no supo cómo reaccionar, por un lado, estaba aterrada, pero por otro estaba agradecida.
—Gracias —exclamó ligeramente.
El hombre le sonrió otra vez, me miró y agachó suavemente la cabeza en señal de gratitud y cerró la puerta desde adentro.
Mi hija sujetó con fuerza la jaula, nos quedamos mirando unos minutos aquel mausoleo que contenía ahora dos cuerpos y una belleza incalculable. Tomé delicadamente el hombro de mi hija, quien no dejaba de mirar con melancolía aquella jaula, le sonreí y, mientras nos preparábamos para irnos, me encontré con una pequeña placa de metal al lado de la puerta:
Vuela libre, bella y mortal, mi tesoro, alcanza la cima e ilumina todo a tu paso, llena este mundo de sonrisas, mantente hermosa e inalcanzable. Para mi ángel, la criatura más perfecta que ha existido.
Sequé una lágrima que rodó por mi mejilla, cargué a mi hija en brazos, al mismo tiempo que lloraba amargamente sobre la jaula, y nos fuimos de ese pueblo para siempre.
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