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Otros | Decálogo de depresión

Por Alejo Tomás Ambrini

Tengo un recuerdo vívido e intenso de los primeros días de la depresión. Estaba cansado del cansancio, no lloraba ni tampoco tenía las fuerzas necesarias para hacerlo. Quería soplar y tampoco podía.
No me sentía preparado para aquello (¿alguien lo está?). Segundo tras segundo que pasaba eran horas tras horas en las que transcurría todo sin sentido alguno, lleno de pesadez. La depresión contumaz por mis venas.
El sol se quedaba sin brillo y la cama era un refugio indispensable y maravilloso. Escondía la cara debajo de la almohada con la sensación inquietante de que alguien me estaba observando. El colchón, la almohada, las frazadas y sobre todo las colchas plomizas me hacían sentir muy cómodo. Nunca había estado tan a gusto.
No soñaba o no recordaba los sueños como eran. La cama era mi mundo.
No quería salir. Fumar, leer, trabajar: todas me parecían actividades ingratas, densas y aburridas. Hablar con alguien, ni por casualidad, no tenía nada para contar o preguntar.
No valía la pena. Mi cuerpo se había acostumbrado a estar así: con las pulsaciones y el ritmo cardíaco que fluía sin timidez. Tenía los pies helados, igual que mis manos, los bostezos constantes no me dejaban pestañear. Mis pensamientos desobedientes sentían frío, mi imaginación estaba agazapada, quieta y torpe, mis ojos pendían buscando la luna que a paso lento se iba quedando sin brillo invadiendo el vidrio de la ventana, mis ganas sin ganas amagaban a encontrarlo. No había colores. Fueron cinco minutos para mí, pero habían pasado seis meses. La almohada seguía intacta y pequeña como yo acurrucado debajo de ella.

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