Por Ana María Vázquez Rosas
Es gracioso cómo conforme creces, la escuela, las personas, el entorno y todo, usualmente te marca la gran diferencia entre lo que debe ser un niño y un adulto. En general la idea es muy hermosa. En mi conclusión la diferencia radica en la regulación emocional. Un niño al que se le cae su helado después de darle tan solo un lengüetazo y pierde lo que para él era su placer máximo (solemos ser, al parecer, más simples o tal vez más enfocados a esa edad) puede estallar en llanto sin ningún reparo. Está triste, se ha caído el helado, lo ha perdido momentáneamente todo. Llora y lo consuela su madre o su padre, quien esté más cerca para brindarle consuelo.
Conforme uno crece, se le enseña a prescindir de ese consuelo, ya que debe ser proporcionado por uno mismo, lo cual tiene una gran practicidad y te va dotando de independencia, de soltura, de ligereza. Se empieza a entender lo que es la gravedad, estar atado a las personas, la necesidad de ellas cual si fueran drogas. Ese conocimiento te pone los pies en el suelo. Solo ser consciente e independiente de eso te permitirá ser ligero, flotar, romper las leyes de la gravedad. Te dará acceso a rincones inexplorados y será espectacular.
El problema es el peso tan mezquino del que se dota a los sentimientos, lo que los va formando como construcciones utilitarias, herramientas chantajistas para coaccionar al otro, o como signo de debilidad que permitirá al otro excusarse por su falta de actividad y madurez. Siempre se les califica como buenos o malos, pero rara vez (por no decir nunca) como un simple sentimiento que no busca una trascendencia ni obtener nada, que simplemente fluye en tanto que es. Pero, al parecer, en la lógica adultocentrista siempre han de tener un significado y no un simple sentir, jamás han de ser espontáneos, siempre serán construcciones, y en medida de esto el adulto será condenado a una no expresión e irá evadiéndose, ocultando sus sentimientos por profesionalismo, por madurez. ¡Qué absurdo!
Me levanto enojada con ese flujo de pensamientos. Miro el celular, 2:15, ya han pasado 15 minutos después de la hora acordada, no los sentí gracias a que me perdí en mis pensamientos después de ver al crío comiendo su helado, caminando de la mano de su papá. ¿Qué haré para no desesperarme por la espera? Miro en mi bolsa y veo la cajetilla que traigo dentro, la agito: está vacía. Observo a mi alrededor y tengo dos opciones, el carrito de helado y un puesto de dulces con cigarros. A todo lugar al que vayas siempre habrá uno, ¿otra forma de incitar el vicio o solo otra manera de sustento familiar? Podría cuidar mis pulmones y apoyar la microeconomía al comprarle al don de los helados. Me levanto de la banca de la Alameda en donde estoy esperando para ir por mi helado cuando escucho gritar mi nombre: ¡Tete! Volteo, es Mario. Al fin llega.
–Perdona el retardo –dice expulsando una calada de su boca, viene fumando. Siempre me ha gustado fumar, no tanto por el sabor si no por el sentido e imagen del humo. Creas algo sustancial, intangible y frágil, que se disuelve con el viento.
Llega totalmente a mi altura, sonríe y acomoda uno de mis mechones rebeldes atrás de mi oreja. Saca su cajetilla y me ofrece uno de sus cigarrillos.
—No entiendo si tus ojos expresan tu deseo hacia el cigarrillo o hacia mí —dice con esa típica sonrisa extendiéndome su cajetilla.
—No seas bobo —digo tomando uno de los cigarros. Saco mi encendedor del bolsillo trasero de mi pantalón y me giro un poco para prenderlo y darle un último vistazo al nene y al señor de los helados. Solía comer helado de limón con mermelada de niña, pienso mientras veo que tras un lengüetazo el pequeño hace rodar la bola de helado hacia el suelo. No puedo evitarlo y río, qué coincidencia con mis pensamientos.
Mario me reprende:
—No deberías burlarte del pequeño.
—Lo sé.
—¿Y entonces?
—No me reí del pequeño, me reí del helado.
Como muchas veces que no alcanza a conectar mis palabras con mis ideas aparecen dos líneas en su entrecejo, desplaza sus ojos a la izquierda y no pregunta. Simplemente dice:
—Bueno, ¿vamos?
Nos vamos en medio del llanto del nene, hemos quedado de ir al Museo Numismático. El edificio tiene una arquitectura que me atrae de forma ilógica, además es una distracción, como ver una película, no es muy útil, pero lo hacemos. Al menos con esto podré aprender cómo se fabrican las monedas. ¿Dato útil? No mucho, pero siempre es bueno tener referentes que inspiren y te dejen en qué pensar.
—Estás bastante callada —dice al tomarme la mano y recuerdo:
Aunque estés enfadada conmigo y no quieras tocarme puedo sentir tu amor, pero me duele no poder tomar tu mano. Al hacerlo siento una conexión entre nosotros, llamo tu atención hacia mí, siento tu tacto…
—Hoy estoy algo distraída —digo mientras rebusco en mi bolsa como pretexto para liberar mi mano. Acto irónico, ya no me gusta tomarlo de la mano pero no me molesta coger con él. —¿Te acuerdas cuando me dijiste lo que significaba para ti el tomar a alguien de la mano, bueno, a mí?
De verdad quiero que recuerde eso, que las palabras que dijo tan cargadas de sentimiento realmente hayan tenido significado para él y que por lo tanto fuera capaz de recordarlo, así que lo ayudo.
—Fue la vez que fuimos al Café C.A.V.O.
—No recuerdo exactamente.
—No te preocupes, solo vino a mi mente de repente.
Seguimos caminando y yo lo sigo, tengo un pésimo sentido de la orientación y siempre lo he dejado guiarme. Lo observo mientras fumo mi sexto cigarrillo del día. Le encanta hablar y a mí me encanta escucharlo, creo que es una perfecta combinación, aunque últimamente me he sentido un poco intimidada a la hora de expresarme o de compartir ciertas cosas que me parecen interesantes. Trato de regularme ante ese miedo al hacerme consciente de que conforme avanzan las relaciones hay determinados procesos y tiempos de cambio, tal vez estamos en uno de esos lapsos, pero aun así no deja de molestarme.
En nuestro último debate fuerte sobre nuestro lazo, que es libre en tanto que no tiene etiquetas, pero aun así de una importancia enorme y complejo por su misma indefinición, me sentí poca cosa, invalidada, como si mi compartir no fuera nada. Al final dijo que no estaba expresando eso, pero, ¿si ese es el sentimiento que me transmitió? ¿Cómo puedo redireccionar eso? ¿Cómo regular algo que deviene en mí pero que parte de él? Después de eso no me quedaron ganas de expresar mi desacuerdo como en veces anteriores, le perdí el sentido. Aun así seguimos aquí, él con su voz cantarina resonando en el espacio y yo aferrada a la asa de mi bolsa para que no me toque o más bien, para pretender que tengo el control sobre el contacto. Aunque las llevara al aire no las sujetaría de forma romántica y eso me duele, ahora es solo un gesto protector natural que surge cada que cruzamos alguna calle.
Cada que estoy con él siento como si me estuvieran extrayendo sangre pero en lugar de solo ser un punto concentrado donde se siente el calor por la perforación de la aguja, que es al mismo tiempo una molestia estimulante que te mantiene atento, la sensación se extiende por todo el cuerpo.
Llegamos al museo, hacemos el recorrido. Es excitante aprender cosas nuevas y me han regalado una moneda. Me emocionan mucho este tipo de cosas y más porque por fin me dejó traerlo a un museo, es nuestra primera vez en un lugar como estos. ¡Me fascina tenerlo junto a mí en estos momentos! Nos vamos a sentar en una de las bancas del lugar, le presumo nuevamente la moneda que me regalaron. Le pido una foto juntos, algo que es extraño en mí. Noto por su expresión que el evento poco común lo sorprende, pero acepta, las veo y me encantan, adoro su compañía. Siempre hemos sido bastante unidos, pero desde que tuvimos sexo las cosas han sido bastante extrañas, aún más porque eso pasó después de haber acordado no tener más contacto en sentido romántico y de dejar en claro su atracción por mí, pero su nulo deseo de actuar al respecto.
—Elena, quiero hablar contigo sobre nuestro tiempo.
—Me agarraste descolocada, no entiendo.
—Eri volvió.
—¿Cuándo?
—Hace una semana
—¿Eso te traía tan en chinga? —No reconozco mi voz, no es un tono enojado, ni fastidioso. Es nuevo, expresa una tristeza distante y tranquila. No responde, solo hay silencio, no lo tolero más.
—¿Por qué cogimos, si me tienes en ese concepto? No soy suficiente para ti según tú, pero no te importa tener sexo conmigo. Entendería esa actitud si no fuéramos tan cercanos, la tacharía de ojete, pero la entendería. Somos amigos supuestamente y no te importó lo que pudiera llegar a sentir después de eso.
“Estoy enamorada de ti, te lo he hecho sentir de formas distintas, con diferentes expresiones, con múltiples palabras. Sabes mi estilo de vida, conozco tu ideología: no pertenecemos a nadie. Lo entiendo y lo quiero así pero las relaciones se construyen por medio de compromisos, de acuerdos que se hacen con la otra parte. Los nuestros no son lo suficientemente claros y además estoy preocupada por la otra parte, por Eri. Nunca te he preguntado por ustedes por respetar su intimidad, pero me agobia no saber si ella está de acuerdo. Lo di por sentado al saber que nosotros manejamos este tipo de relaciones, pero me confunde tu actitud –me quedo sin aliento y hago una pausa–. ¡Me revienta la cabeza! No sé qué acuerdos tengas conmigo o con ella como para ser capaz de cogerte a otra en su propia casa, en su cama, enfrente de su estúpida gata (Rudi no es estúpida, pero no puedo con el coraje). ¿Qué carajo de acuerdo tenemos tú y yo?”
Después de varios segundos o tal vez minutos de mirarnos fijamente responde:
—Tú guiaste mi mano a tu entrepierna.
—No te obligué a masturbarme, ni a chupar mis senos, ni a meter tu pene en mi vagina. ¿Por qué no puedes reconocer la voluntad de tus actos? Sí, yo he iniciado todo, los besos, ese encuentro… pero no puedo besar sola y mucho menos coger. Reconócelo.
—No quiero una relación contigo, estoy viviendo con ella y eso no va a cambiar, pero quiero seguir manteniendo mis cosas, nuestro compartir, por eso quiero hablar de nuestro tiempo…
Eso lo dice todo, lo dejo de escuchar. No hay relaciones poliamorosas entre mentiras, no hay un acto de libertad cuando este se ve coartado por los valores de posesión y de títulos a los que nos vemos sometidos por la pertenencia. No las hay cuando no existe a regulación emocional entre todas las partes, no con él que no arma esos límites.
Es tan vedado de las vidas el acto de responsabilidad individual que el mínimo concepto sin regulación de títulos o etiquetas es entendido como un desenfreno sexual y emocional. Personas son malinterpretadas y creen que la infidelidad es lo mismo que el poliamor engañando al verdadero practicante de este estilo de relaciones. Me topo de nuevo con pared, esto está tan malinterpretado porque el deseo de libertad, de libre actuar con el acuerdo de tu pareja es tomado por los otros como un simple pase para coger y siguen sin entender la diferencia entre poliamor y relaciones abiertas.
Me siento como una niña, pero no he tirado un helado, me siento burlada y no quiero llorar por no mostrar que me afectó, pero lo hago. Salen despresuradas de mis ojos las lágrimas, es la primera vez que lo dejo observarme en este estado.
—Nunca te abriste conmigo, no dejabas que te conociera, ni siquiera me dejabas verte cuando llorabas.
—¿Cómo iba a entregar todo si no sabía en qué situación me encontraba?
—Yo tampoco lo sabía y no podía decidir, aun así te entregué lo que pude, pero tu lejanía me fue apartando. Solo quiero esto: tu apertura, para quererte.
Extraño la nieve de limón con mermelada y los abrazos de mamá.
Categories: Cuentos, El cuento en cuarentena, General