[Como resultado del concurso “El cuento en cuarentena”, organizado por Palabrerías, con apoyo de las revistas Teresa Magazine, Tintero Blanco y Zompantle, este cuento se encuentra incluido en la antología El cuento en cuarentena, la cual puedes hallar de manera gratuita en Palabrerías]
Por Alicia Hernández
Desde que instalaron el pararrayos en el iglú, mi hermanito Raimi debe contentarse con las estrellas a millares en vez de a millones. Antes se escabullía al techo cuando atardecía, aprovechando que nuestros padres (enfundados en gordos trajes casi de astronauta) salían a cazar lagartijas de tres colas: solo a esa hora asomaban sus cabecitas al páramo vibrante de bochorno —sabiéndose libradas de posibles precipitaciones del cielo púrpura— y reptaban contentas de ya no tener depredador.
Ellas, nuestro único sustento, inspiraron el refrán de mamá: “La vida encontrará una manera”. Lo repitió incluso en medio de sus últimos estornudos de mocos coloridos, antes de que nos quedáramos sin vecinos. Sí, visiblemente los refranes mienten. Aquí todo chisporrotea sobrecargado de toxicidad, incluida la lluvia; los días que tengo más esperanza, pienso que al menos mamá nos dejó este regalo al morir: la sabiduría de que las lluvias arcoíris también caen en la noche.
Los días pasan como estática. Siempre nos ruge el estómago y Raimi vive en la ventana, refunfuñando y acariciándose la calva, vista clavada al cielo, contando las constelaciones:
—Seis, veintiocho, cien, doscientas dos, quinientas, tres mil, cuarenta mil, cincuenta, sesenta mil, encontraré cómo sobreviviremos, ochenta mil nueve y doscientos mil cuarenta y tres…
Raimi antes contaba las estrellas a millones, las señalaba como si les pusiera nombre una por una, pintaba sobre lienzo azul claro números aquí y signos allá, hablando en el idioma de las ecuaciones que dejó al mundo así, intentando entender la devastación con solo sus dedos pálidos y siempre lo terminábamos interrumpiendo. “El viento está alzándose y tú reinventando la Vía Láctea, ¡baja a comer, peloncito!”, solía gritarle mamá, tosiendo tras el tapabocas. Raimi obedecía y se bajaba del techo del iglú, refunfuñando sus cuentas mientras doblaba los dedos hacia sus palmas: sus dedos se movían en coreografía de araña bailando. Luego, en la sobremesa, discutía con mamá fórmulas y decenas de nombres alemanes: cada uno más complicado que el anterior. Papá y yo veíamos la lluvia vespertina de meteoritos por la única ventana, calladitos, masticando nada más; eso no ha cambiado, pero ahora Raimi todo se lo guarda para sí, supongo que siete meses de luto no le bastan a una mesa con cuatro platos cubiertos de polvo.
—Encontraré cómo sobreviviremos: solo hay que refutar el diorama cuántico y despejar la teoría del todo, aprender de las lagartijas le escucho musitar durante las noches. El susurro del gis que desliza sobre las paredes es ruido como el de la lluvia. Todo el ruido es blanco ahora: el del gis, el de la lluvia, el de las llagas saturadas de pus, el de los intestinos de las lagartijas. Doy vueltas por horas seguidas, envuelta en este ruido blanco, y mi hermano nunca consigue el número que quiere. Maldito insomnio cuántico, maldita hambre cuántica.
“La fauna local nos ha superado”, leo en el viejo libro de texto que Raimi guarda bajo la almohada: lo escribió otro señor alemán de nombre incomprensible. “La devastación radioactiva les hizo florecer. Es hora de replantearnos la cadena alimenticia”. Hay más, pero no le entiendo: habla de enfermedades hereditarias, de veneno que no se puede ver, de áreas cercadas y zonas de fumarolas verde neón que no se han disuelto, de manzanas que, a pesar de conservar el mismo color y sabor, absorberán los jugos gástricos en vez de al revés… habla sobre nuestro lugar en la jerarquía de los animales.
Creo que comienzo a entender eso de la cadena alimenticia, porque papá lleva semanas dándonos de comer escarabajos polvosos. No se acostumbra a cazar solo, a haber perdido a la única traductora de las fórmulas de Raimi y a uno de los trajes de astronauta, encima. No puedo ayudarlo en las cazas nocturnas sin eso, pero me lo estoy planteando; debe haber una manera, pues vaya que odiamos comer escarabajos, aunque odiamos más tener hambre.
No le decimos a papá, pero su panza ruge más fuerte que las nuestras y le cuelga la piel de la cara. Raimi ya no tiene cejas.
—Seiscientos noventa y dos, setenta y tres mil, ciento cuarenta y cuatro mil, encontraré cómo sobreviviremos, doscientos mil y trescientos mil cuarenta y tres. ¿La sobreexposición a los primeros volcanes en erupción hizo evolucionar a los peces en anfibios? ¿Cuál es el interruptor de la siguiente fase? Cuatrocientos cincuenta y dos mil…
Raimi cuenta desde la ventana. Él extraña subirse al techo para ver el atardecer acurrucarse al lado del páramo desolado, yo extraño tener vecinos.
Hoy papá trajo nada más una lagartija que cortamos en tres pedacitos; es de las viejas, las anteriores a tanto boom y guerra global: solo tiene una cola. Tenedor y cuchillo fuera, servilleta colgada de las camisetas y respiro previo a atacar, Raimi y yo nos miramos y papá da la señal: la masticamos rápido, acostumbrados a las arcadas; sabe a sulfuro, como sabe toda la tierra tras las lluvias arcoíris, llamadas así porque las llagas que dejan en la carne son de todos los colores… mamá lo supo bien antes del final. Tras cenar, nos acomodamos en la camita del segundo piso de este búnker disfrazado de iglú.
—Encontraré cómo sobreviviremos. Las lagartijas anulan la toxicidad al volverla su sustento, la catalizan con enzimas distintas —musita Raimi, al anochecer, envuelto en su ruido blanco—. El cielo me dirá cómo. Las estrellas… sabrán cómo.
Un trueno azota la arena próxima a nuestra casa y ambos damos un brinco. Hoy llueve como aquella primera vez que llovió al anochecer, cuando por treinta años no lo había hecho, y que atinó a caer justamente la primera vez que mamá se confió. El pararrayos no se da abasto. Extraño tener vecinos, pero fue su culpa no instalar uno. Las ventanas se cimbran como si fuesen a explotar hacia dentro. Entonces, veo la silueta de papá acercarse por el pasillo: viene arrastrando los pies y distingo que trae algo en la mano que luego esconde en su puño. ¿Será su tapabocas? Se hinca al lado de la cama muy lentamente, entre chasquidos de sus huesos, y agarra mis muñecas flacas. Acaricia mis tobillos torcidos, cubiertos por la manta afelpada, y sé que está pensando en las veces que jugamos juntos, cuando yo todavía podía correr. Le pide a Raimi que baje, que se siente, que lo escuche y, tras un vistazo a su mano, deduzco que en su puño no cabe un tapabocas.
Raimi se deja de escribir fórmulas en los brazos para escuchar. Desciende de la escalera que lo lleva hasta el techo, donde pinta, escribe y borra sus fórmulas eternas, para finalmente sentarse al lado de papá. Él respira tres veces antes de poder alzar la cara y mirarnos. Inmediatamente mi hermano se lanza a explicar cómo resolverá todo, cómo mamá tenía razón, cómo perder el color y sumar cabezas y colas nos hará sobrevivir.
Papá le quita el gis de las manos a Raimi y lo avienta lejos, hacia el pasillo. Ambos seguimos ese movimiento con apenas un gesto. Surgen ecos metálicos y cantarines mientras el pequeño cilindro gira y gira; el vello de las brazos se me eriza y eriza y, después de unos segundos, finalmente el gis deja de rodar. Mi hermano para de hablar.
Papá se echa a llorar, envuelto en el rugido blanco de la lluvia. Nos dice que, cuando llegue la siguiente tormenta nocturna, deberemos taparnos con la cobija hasta las narices, abrazarnos y, solo cuando ya tengamos sueño, habremos de tragarnos dos pastillitas. Nos las muestra: son verdes y del tamaño de un diente.
—Solo tengo dos —dice entre hipidos—. Una por boca.
Yo nunca las había visto, pero se ven viejas. Confección pre-boom, pre devastación.
Papá explica que el pararrayos no basta, que las lagartijas se volvieron más listas; dice que evolucionaron de nuevo, que encontraron la manera: aunque se ahogaron tantas, unas supieron alimentarse de la lluvia arcoíris, invirtieron de nuevo la metáfora esa de la manzana y los jugos gástricos, de alguna manera entendieron los libros escritos por alemanes.
Sus lágrimas color amarillo sulfuro caen sobre mis rodillas.
—Hemos tenido las pastillas desde antes de que nacieras —musita, bajando los ojos.
Enmudezco. Pienso en mi hermanito, en sus mejillas y calva de cal, que ahora acaricia papá; en las llagas arcoíris que quedaron quemadas en el cuerpo de mamá, en cómo nuestros padres arrastraban los pies antes de salir a cazar.
—Ya no hay proteínas en nada sobre la tierra —dice papá—. Y no quiero que tengas que usar este traje, hija. Tómalas —susurra, ofreciéndome las pastillas.
Sus lágrimas le queman surcos al rojo vivo en las mejillas, pero mis rodillas están indemnes. Dudosa, giro hacia Raimi, a tiempo para ver sus cejas tocar el nacimiento de su pelo. Veo su lengua grisácea antes de la sonrisa, antes del grito de asombro:
—¡Eureka!
Entonces, sale disparado a espaldas de papá: se tropieza con las sábanas, pero consigue abrir la puerta de un tirón, bajar las escaleras de dos en dos. Papá lo sigue, se resbala con el propio gis que aventó, yo intento mantener el paso, aunque me caigo cada pocos metros. Oigo algo de cristal rompiéndose, pero no tengo tiempo para buscar la fuente del sonido. La mesa de la cocina está inclinada, el mundo está inclinado. Me levanto de nuevo.
Raimi emerge a la noche y al mundo devastado, sin tapabocas, sin zapatos, ¡sin nada! Corremos tras él, pegando gritos; él nos ignora, ocupado en agitar las manos al cielo mientras grita “¡Eureka! ¡Eureka!”. Llueve sin parar. Los relámpagos manchan los ojos de fosfeno al mismo tiempo que la tormenta arcoíris no deja de vociferar. Raimi comienza a escalar el iglú, en dirección hacia el pararrayos casi vencido, y yo me quedo abajo, pensando en números y en fórmulas en vez de en mis pies y en que se deben de mover y en papá corriendo, corriendo sin traje en la noche, sin nada.
—¡El tapabocas! ¡Al menos el tapabocas! ¡Bájate, por favor! —aúlla papá, escalando tras él.
Alcanzo a pensar que nadie trae tapabocas, que todos los trajes están agujereados; me froto los brazos, me cuento los pelos que allí nacen, dejo de respirar. La lluvia cae y cae y es de colores, tiene tantos colores. Uno, dos, tres… cuatro, cinco, y seis: debo abrir la boca, paladear el agua que me explota en la boca y me quema la lengua. ¿Así se sintió mamá antes del final?
—Seis, veintiocho, cien —comienza a contar Raimi, señalando con dos dedos índices al cielo cruel.
Papá corre hacia él, extiende los brazos. Sus pantuflas salen volando, el resto de mi pelo sale volando ante el viento en zafarrancho, siempre me burlé de que fueran todos calvos menos yo y quiero gritarle a mamá, pero aquí ni el cielo nos escucha.
Raimi se abraza al pararrayos justo a tiempo: vemos la fotografía en negativo de su esqueleto. Me tapo la cara con las manos, intento no respirar, pero lo hago. Huelo ropa quemada. Me asomo entre mis dedos. Parpadeo varias veces. Me acerco a la escalera, finalmente me obedece el cuerpo. Arriba, papá se frota los ojos, jadea sin poder levantarse. Una sirena aúlla desde las profundidades del páramo. Mi hermano sigue sujeto del pararrayos. Subo las escaleras como en un sueño, renqueando, temblando, y llego pronto hasta ellos. Ida la ceguera, veo que este Raimi sonriente vuelve a tener pelo, pesa diez kilos más y tiene las mejillas rosadas. Me froto los párpados con los puños: nunca imaginé que fuera albino.
—Eureka —dice.
Papá lo toca, temblando, en su turno de volverse mudo. Le inspecciona la lengua, las axilas, los ojos color rosa. Finalmente, en una sonrisa relampagueante e imposible, lo alza en brazos. En cambio, Raimi abre los suyos al cielo que por fin le dio la respuesta, sin dejar de gritar “¡Eureka! ¡Eureka!»” En ese movimiento, veo que las fórmulas escritas se le han borrado de los brazos, le han reorganizado las arterias, toda la maquinaria.
—Mañana temprano lloverá de nuevo a las 7:15 —dice—. Así seguirá hasta la temporada de tifones, en junio. Encontré cómo sobreviviremos. ¿Tienes hambre, hermana? —extiende su mano de pelos chamuscados hacia mí.
Todo fue cuestión de tres pasos. Y sí, la electricidad también es ruido blanco, porque nos endereza los huesos y nos deja el pelo blanco, blanco.
Con una carcajada triunfal, papá me jaló hacia el abrazo en el que envolvía a Raimi. La lluvia quemaba, decenas de lagartijas nos observaban desde el páramo; pero, tras el tercer rayo que recibimos con brazos abiertos, la tormenta creció en ruido al mismo tiempo que nuestros estómagos se callaban por fin. Papá, todavía calvo, no dejaba de reír. Dándonos besos en las cabezas cubiertas de pelo, flexionó los brazos hacia atrás como perfecto bateador y lanzó las pastillas lejos. Me besó los tobillos enderezados, las mejillas coloradas de Raimi, y abrió la boca para recibir la lluvia.
—¡Estarán bien, mi amor! —gritó—. Estarán bien.
Papá se dio la vuelta, esquivó el pararrayos destruido y bajó del iglú de un salto. Caminaba cada vez más chueco mientras las gotas le dibujaban hoyos en los músculos, pero él se reía. Repetía a gritos el refrán de mamá, sabiéndose libre de todas sus deudas; no dejó de hacerlo hasta que se internó en la noche de colores por completo.
Quisiera haber conservado las pastillas, aunque nosotros ya tenemos nueva dieta: antojo de tormentas.
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