[Como resultado del concurso “El cuento en cuarentena”, organizado por Palabrerías, con apoyo de las revistas Teresa Magazine, Tintero Blanco y Zompantle, este cuento se encuentra incluido en la antología El cuento en cuarentena, la cual puedes hallar de manera gratuita en Palabrerías]
[Mención honorífica en el concurso El cuento en cuarentena, organizado por la revista Palabrerías]
Por David Ornelas
Miro el mingitorio y parece vibrar mientras orino, como si viera su reflejo en un fluido viscoso, espeso y plateado, como mercurio. Termino de orinar, me enjuago las manos, me las seco en el pantalón y salgo del baño.
La luz pálida de los malos presagios mancha los pasillos, los jardines, la fuente del patio central y la fachada del auditorio. La universidad está fría y llena de sombras. Yo mismo siento frío al darme cuenta de que esto no es un presagio, esto es real: no van a publicar mi novela porque acabo de arruinar la presentación para el comité editorial.
Después de un rato salgo a la calle. Quiero gastar tiempo antes de irme a casa, pero no sé de qué tengo ganas. Me pongo a mirar a la gente, buscando a algún conocido, quien sea: no encuentro a nadie, ni siquiera un gesto familiar o una sonrisa amable de algún desconocido.
Pienso en Martina, me tiemblan un poco las piernas y un nudo se tensa en mi garganta: no sé nada de ella desde hace ocho meses y ahora estoy sintiendo ganas de pedirle disculpas por arruinar la presentación.
Camino sin rumbo dejando atrás la universidad. Avanzo distraído, mirando el suelo, y las grietas en la banqueta me atraen. Las siento frescas, como surcos en una rebanada de pastel de chocolate recién horneado. Me detengo a mirarlas, creo que se abren y cierran. Supongo que solo yo lo percibo y por eso no me asusto. Me quedo mirando unos minutos más y pienso en un dios con resaca, intentando comer pastel con las manos temblorosas y el estómago vacío. Se me ocurre que el fuego de las velas de un pastel y unas mañanitas bien cantadas me quitarían el frío que siento desde que salí del baño.
Pastel. Café y pastel, pienso con un entusiasmo que se apaga casi al instante. Recuerdo que anoche debo haber tomado más de cinco tazas preparando la presentación para hoy. ¿Existe la reseca por el café? ¿Preparando la presentación? Únicamente tenía que hablar de la novela que llevo tres años escribiendo, ¿qué tanto debía prepararme?
Intento dejar el reproche de lado y pienso que me caería mejor tomar unas cervezas, comer algo y después irme a dormir, porque anoche apenas pegué los ojos un par de horas. En realidad no se me antojan gran cosa las cervezas, tampoco siento hambre, aunque no desayuné y ya pasan de las tres.
Me siento desorientado. Decido quedarme en una esquina hasta saber qué quiero, así no seguir caminando sin destino. Pienso que antes, en días extraños como este, me daban esas cochinas ganas de gastar mucho dinero, sin contarlo, para sentir que al menos yo me apapachaba cuando la vida se me torcía por todos lados; hoy ni eso.
Le doy más vueltas a la decisión del comité de llamarme a defender la novela con una exposición. Ahora me parece más absurda que nunca: si les gusta la novela, deberían publicarla. Punto. ¿Para qué amontonar palabras innecesarias?
La rabia y la frustración se me suben a la cabeza, visualizo el rostro furioso de Avelina Lesper y recuerdo que alguna vez le dije a Martina que me hubiera gustado tener muchos hijos con ella, con Avelina, para que los educara con la misma seguridad con la que pendejea a medio mundo. Qué impotencia me da ahora pensar que ese fuera el tipo de tarugadas que yo le decía. Ella siempre me contaba muchas cosas sobre su trabajo en la universidad o sobre sus padres; pero, sobre todo, me hablaba de sus actividades políticas con mucha alegría.
Ahora me está faltando el aire porque recuerdo que, precisamente, la única vez que yo le hablé de algo que me hacía sentir alegre o asustado, o las dos cosas al mismo tiempo, fue cuando le conté sobre la novela. Le hablé de cómo me estaba consumiendo la certeza del abismo ahora que casi terminaba de escribirla y le conté, orgulloso, de la posibilidad de publicarla en la universidad. Recuerdo que ese día ella no dijo nada; sin embargo, me dio un abrazo, muy largo, en el que me sentí más protegido que nunca. Aunque lo intenté, tampoco pude decir nada, pues la boca se me llenó de pelusas que después se volvieron erizos y me cortaron la lengua y las encías. Luego nos despedimos y me fui a mi casa con el pecho repleto de palabras sin usar, pero seguro de que ese abrazo había inaugurado un futuro donde ya no sería necesario explicar nada.
Sigo parado en la esquina y siento que el mundo se achica cuando recuerdo que ese día la vi por última vez. Quiero seguir caminando; sin embargo, algo me jala hacia el fondo. Como para no hundirme, trato de ubicar en qué calles me encuentro y qué lugares conozco por ahí. Necesito un salvavidas, una boya donde flotar.
Me doy cuenta de que sigo muy cerca de la universidad, por una zona que no frecuento, donde Martina me trajo un día a comer helados. Decido que quiero un helado. No he comido desde aquella vez, que en realidad fue una de las pocas veces que salí con Martina a solas, sin el grupo de amigos. Me doy cuenta de que si no me muevo se me vendrá encima el recuento de todas las cosas que no son iguales desde que Martina dejó de venir a la universidad.
Vuelvo a sentir frío y no creo que un helado ayude mucho con eso, pero no voy a arruinar la única decisión firme que he tomado hoy.
Camino con prisa innecesaria.
Llego al puesto y está casi vacío. “Hace frío y el puesto está vacío”, se me antoja para título de un cuento, pero no este cuento. Otro cuento que escriba en otro momento sobre otras cosas, donde el puesto no sea un puesto de helados, o quizá no sea un puesto, quizá sea un puerto. “Hace frío y el puerto está vacío”. No me importan las rimas internas, así quiero que se llame el cuento y no voy a darle explicaciones a nadie, aunque no quieran publicarlo tampoco.
Miro fijamente los botes de los helados y comienzan a vibrar. O, más bien, vibran los colores. El rojo y amarillo de los botes de madera y el verde de la lona que cubre el puesto se desplazan algunos centímetros de su lugar y regresan a él, creando nuevos colores al combinarse. Solo yo lo percibo.
Pensé que el aturdimiento que hace vibrar las cosas había desaparecido, pero me doy cuenta que no. Ahora me asusta, siento más frío que antes y quiero irme; además, a mí no me gustan tanto los helados. Sin embargo, el muchacho que atiende ya está frente a mí con una sonrisa y no me atrevo a echarme para atrás.
Me tallo las manos, que me sudan, mientras trato de decidir qué sabor quiero. Son muchos sabores distintos y yo estoy teniendo un mal día; había podido tomar una decisión y se me está arruinando con tantas opciones. ¿Las nieves son de leche y los helados de agua? Nunca me acuerdo. Se lo pregunto al que atiende para ganar tiempo. “Es igual”, me dice. ¡Cómo va a ser igual! Pero no lo grito, aunque estoy a punto, únicamente lo pienso.
Recuerdo que, cuando vine con ella, Martina pidió el de frutos secos en este puesto. Me siento salvado por un segundo, pero luego me pregunto por qué se dice frutos secos y no frutas secas. ¿O también es igual?
Le pregunto al joven si tiene de frutas secas y me dice que sí, aunque no deja pasar la oportunidad de corregirme sutilmente: “¿De frutos secos?, sí tenemos”. “Es igual”, le digo yo, él se ríe y, antes de que me torture preguntándome cuántas bolas quiero y si lo quiero en vaso o en cono y si no lo quiero combinar con otro sabor, le pido dos bolas, en cono y solo de frutas secas.
Me está sirviendo mi helado como lo pedí y yo pienso que me cae muy bien este muchacho. O quizá solamente me siento bien por tomar varias decisiones concretas en tan poco tiempo. Incluso me doy cuenta de que ya no tengo tanto frío.
Me pongo a observar los letreros de los sabores de las nieves. Tablitas pintadas de colores con letras a mano y otros garabatos decorativos. ¿Quién los pintó? El nevero metido a rotulista improvisado. Los oficios. ¿Yo soy profesor metido a escritor improvisado o viceversa? Antes de que se me vengan encima todas las dudas y los reproches otra vez, pago el helado y me alejo de prisa.
Unas cuadras después, miro mi cono, no lo he probado, y me parece que ya no luce tan perfecto. Ahora las frutas o los frutos, secas o secos, se ven muy raros, como encarnados. Como protuberancias plastificadas. Como bichos de neón en una vomitada fría en la banqueta. Y yo me siento como uno de esos bichos, tan pequeño y tan imposibilitado de salir de este día que se pone cada vez más espeso y maloliente.
Me detengo. Me inmoviliza la certeza de que no van a publicarme y de que, de todos modos, pretender que Martina apareciera, sin avisar, en alguna de las presentaciones de la novela, era una idea ridícula: una esperanza moribunda.
Voy a tirar mi cono en la siguiente jardinera que vea o va a terminar de fastidiarme el día y todo va a empezar a vibrar sin detenerse porque no sé lo que quiero y no me gusta que dé igual cómo llamarle a las cosas y no me gusta que haya trozos de fruta queriendo cobrar vida en mi helado y tampoco me gusta defender lo que escribo y quisiera gritar las palabras que me quedé guardadas después de aquel abrazo que no inauguró nada; sin embargo, lo que debería gritar por primera vez en todo este tiempo con las palabras precisas y afiladas, aunque me corten la garganta y la boca y ella no pueda escucharlas y esto no la haga regresar, es que no me gusta que Martina haya desaparecido.
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