Por Guadalupe Hernández Benavides
“Jefe de pista apuñala a Natalia, la contorsionista del circo” —citan los encabezados de los recortes periodísticos. Más abajo la nota continúa: “Crimen pasional. El dueño del circo asesinó a la contorsionista, quien era su esposa, y a su amante. Se trata del licenciado Ríos, conocido abogado…” —y la nota sigue…
Días después de dejar el cuerpo de mi madre en el cementerio de los cipreses pasé al asilo donde vivió los últimos años a recoger sus pertenencias. Entre ellas había una caja en la que guardaba algunos recuerdos, como la nota de un periódico sobre la trágica noticia que aconteció en el circo, fotografías y los restos de una carta a medio chamuscar que trató de quemar tiempo atrás, en la que confiesa la verdad sobre la muerte de mi papá. En ese momento recordé que cada vez que la visitaba —y hasta antes de que perdiera por completo la memoria— mencionaba algo sobre una carta que había quemado.
Hurgar en esa caja me trasladó al pueblo donde viví durante la infancia y adolescencia, a ese entonces cuando mi padre se ausentaba días y noches sin llegar a casa y cuando volvía, alcoholizado a veces, le pegaba a mamá o arrojaba platos y cosas por todos lados. Recordaba sus promesas de volver para mi cumpleaños o para celebrar alguna otra ocasión especial y que casi siempre no cumplía. Pero me lleva también a los momentos felices cuando papá y mamá estaban de buenas y salíamos de día de campo o los días cuando llegaba el circo, cosa que para mí era algo grandioso, fuera de serie. A pesar de los más de cuarenta años que han pasado desde la última vez que asistí a un espectáculo circense, el recuerdo sigue vivo en mi cabeza como un sueño muy real.
Desde muy temprano el hondo bramido del silbato de la locomotora que jalaba los vagones del tren llenos de animales, payasos y saltimbanquis anunciaba la llegada del circo. Un hombre chaparrito y panzón vestido de gala gritaba con voz fuerte a través de un altoparlante: “¡Llegó el circo para todos! ¡El mejor y más grande espectáculo jamás visto!”.
Aunque a mí me causaba alegría y emoción, a mi mamá parecía no gustarle pues durante los días que el circo estaba en el pueblo, se ponía de mal humor o andaba por ahí llorando. Si mi papá estaba en casa, discutían y me regañaban por cualquier cosa, pero las tardes de sábado y domingo mientras duraba el circo en el pueblo, él, sin falta, me llevaba a la primera función. Era de las pocas promesas que sí cumplía. “Siempre y cuando te portes bien y ayudes en casa” —me advertía.
La semana se me hacía eterna y solo pensaba en el circo: me imaginaba bajo la enorme e iluminada carpa de colores —ese espacio maravilloso en donde la magia y la fantasía se mezclan con la realidad— viendo al hombre bala salir disparado hacia el cielo desde un gran cañón o a los saltimbanquis meciéndose silenciosos en el vaivén infinito de grandes columpios que colgaban del techo de la carpa mientras abajo, en el redondel, una hermosa contorsionista de ojos azules —la favorita de mi papá— hacía flexiones y ejercicios de enorme dificultad que mezclaba con equilibrios y acrobacias sobre una mesa pequeña.
Por las noches soñaba con el desfile bullicioso de la banda de los payasos. Soñaba también con los enanos pedaleando sus triciclos a toda prisa mientras un oso gigante los perseguía o con los elefantes que bailaban alegres sobre grandes pelotas rojas… Y así, entre mi imaginación y el sueño, pasaban los días hasta que llegaba el sábado. Todavía recuerdo una ocasión en que mi mamá no quería levantarse pues dijo que no había podido dormir bien durante la noche. Noté algo raro en su voz, pero no le di importancia. Ante mi insistencia no le quedó más remedio que ponerse de pie y nos dirigimos hacia la cocina para desayunar.
Después del desayuno, la apuré con el vestido que iba a ponerme, el moño para el cabello y los zapatos de charol que me había regalado la abuela el día de mi cumpleaños. Preparamos todo y, mientras me vestía, le dije que me compraría un algodón de azúcar para comerlo en tanto disfrutaba del circo, pero ella estaba tan distraída y no me prestaba atención.
Cuando estuve lista bajé de prisa por las escaleras y me senté en un sillón de la sala a esperar a mi papá. Ahí sentada, sin imaginar que jamás volvería a verlo, esperé y esperé hasta quedarme dormida…
—Abuelita Romi, abuelita Romi, despierta que ya nos vamos al circo —escucho entre sueños la voz de Paulinita, mi nieta, quien mueve con fuerza la mecedora en la que estoy sentada. Al ponerme de pie caen de mi mano el recorte de un periódico y un viejo trozo de papel en el que se puede leer: “Nunca se supo realmente la verdad. Todos creyeron que había sido su marido el dueño del circo, que era un viejo borracho y celoso, pero no fue así. Fui yo, hija, yo los maté una noche antes del estreno de esa semana. Estaban los dos dormidos tan profundamente que ni sintieron cuando les asesté las primeras puñaladas”.
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